November 3, 2023
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En los primeros días de noviembre de 1983 un avión de las Líneas Aéreas del Estado transportaba desde Buenos Aires hacia París un cohete Exocet que iba a ser reparado en Francia. También viajaban como únicos pasajeros un conjunto de bailarines, músicos de tango y el actor Jorge Luz, invitados al Festival de Otoño parisino. Era un grupo muy peculiar, como se verá más adelante, que difícilmente podía imaginar cómo sería recibido el espectáculo que llevaban: el tango porteño, sobre todo bajo su forma bailada, era aquí una especie casi en extinción y aún más en Europa. Mucho menos sospechaban estos artistas que no tenían pasaje de regreso; el dinero que el director Claudio Segovia había reunido para el viaje apenas pudo afrontar los primeros gastos.
El proyecto de Tango Argentino no había despertado ningún interés en las personas de distintos cargos a las que Segovia acudía en Buenos Aires desde hacía tiempo. Por otra parte, unos días antes de partir hacia París, los amigos del director que habían visto un ensayo general le hicieron, con las mejores intenciones, los peores pronósticos; en los comentarios, ya a la salida y después de los tibios aplausos, apareció una verdadera preocupación por la suerte del espectáculo: “¿Vas a llevar a París algo tan de otros tiempos, con artistas maduros y algunos excedidos de peso?”. “¿Y con Goyeneche, que ya no tiene voz?”. Alguien dijo con un poco de condescendencia: “El gordo (por Virulazo) baila bien”.
Pocas veces se ha visto un desmentido más absoluto a señales tan sombrías. Tango Argentino no solo resultó un éxito colosal desde el mismo día de su estreno parisino; no solo se prolongó en sucesivas giras internacionales a lo largo de una década; su efecto fue aún más poderoso: el tango volvió a florecer en innumerables pistas de baile como danza social, en Buenos Aires y en el planeta entero.
El estreno de Tango Argentino ocurrió el 11 de noviembre en el Teatro de Châtelet de la ciudad de París; pasaron cuarenta años desde entonces, un período de tiempo inapreciable para mirarlo en perspectiva con la ayuda de su creador.
Claudio Segovia, cuya discreción y reserva lo han alejado del conocimiento masivo en su propio país, pasó mucho tiempo en el exterior; pero desde hace años vive en Buenos Aires, en un piso alto del edificio Kavanagh desde donde se domina un extenso paisaje de la ciudad en 360°. La máxima austeridad reina en este lugar luminosamente blanco donde no hay ni un comedor ni una sala convencionales. Segovia prefiere hablar de “espacio” y no de casa: “Quise despojarlo de casi todo. Es eso: un espacio”.
La vista omnipresente de las torres de Puerto Madero contrasta con la evocación del Buenos Aires que Segovia recuerda y con el tranquilo barrio de Núñez donde creció. Su infancia estuvo coloreada por los vívidos relatos de su padre, que contaba de una manera muy expresiva los lugares que recorría como viajante y las obras de teatro que veía: “Mis padres eran muy teatreros ambos, aunque mi madre también amaba la ópera y nos hablaba de los grandes cantantes que había escuchado. Y yo, desde pequeño, construía maquetas en papel y cartulina; pero sólo del espacio teatral vacío, todavía sin ningún objeto”.
Cuando tenía veinte años viajó a París con una beca del gobierno francés que le permitió recorrer Europa, ir a teatros, museos y exposiciones: “Un viejo sueño cumplido: mis padres me veían siempre dibujando y pensaron que podría llegar a ser artista, que podría ingresar a Bellas Artes y al terminar, viajar a Europa. Curioso, ¿no? Sobre todo en esa época, cuando los padres aspiraban a un hijo médico o abogado”.
Su formación como escenógrafo y vestuarista en la Escuela Superior de Bellas Artes le dio una base sólida para emprender una carrera prontamente exitosa. Hacia fines del 73 vivía entre Europa y Buenos Aires y empezaba a pensar en un trabajo más total, que reuniera en sus manos todas las partes de una obra: “Quería unir lo que llevaba en mí después de tantos años de trabajo; las funciones de un escenógrafo están muy ligadas al trabajo del director, que va a moverse dentro del dispositivo escénico”.
El primer espectáculo de su autoría fue Flamenco puro(1980) en el que Segovia tuvo por primera vez como estrecho colaborador a Héctor Orezzolli; luego siguieron Tango Argentino, Black and Blue (1985), Noche tropical(1992, estrenada poco después de la muerte de Orezzolli) y Brasil brasileiro (2005). Todos ellos se nutrieron de culturas populares y todos fueron extremadamente exitosos.
Cuenta Segovia: “Había conocido al director Jorge Lavelli cuando montó en el Teatro San Martín Yvonne, princesa de Borgoña de Gombrowicz. Lavelli buscaba un escenógrafo y le recomendaron que me llamara. Quedamos amigos y cuando coincidíamos en Buenos Aires íbamos a las milongas o a escuchar al Polaco Goyeneche”.
–Había ya pocas milongas en aquella época.
–Pocas. Pero quedaban grandes milongueros: Petróleo, el Pibe del Abasto, Gerardo Portalea, el Pibe Palermo. Alguna de esas noches le comenté a Lavelli mi idea sobre un espectáculo de tango. Tiempo después, Michel Guy, que dirigía el Festival de Otoño, le pidió a Lavelli que le recomendara algo diferente a todo lo que se veía en París. “Claudio Segovia tiene un proyecto así”, le dijo Lavelli. Guy me conocía como escenógrafo por mis trabajos en Francia, pero no como director.
–¿Entonces?
–Le hicimos llegar un video hecho para la televisión española con los artistas de Flamenco puro. Esto lo decidió. Aun así, hacían falta los fondos para producirlo y aparecieron nuevos problemas: un empresario en Francia se había mostrado dispuesto a dar el dinero; cuando fui a cobrar sus cheques ni siquiera existía el banco. El estreno de Tango Argentino en París fue la culminación de más de diez años de gestación y también de muchas adversidades. Mi proyecto no interesaba a nadie en Buenos Aires pero mientras tanto Tango Argentino iba tomando forma en mí.
–¿Cuándo había comenzado a pensarlo?
–Principios de la década del 70. Mi primera idea fue hacer una revista de tango; es decir, encararlo como un fenómeno teatral; no antropológico ni étnico, aunque sí bien arraigado en la experiencia real de sus intérpretes. Fíjese, el coreógrafo George Balanchine creó una obra sobre valses vieneses pero para bailarines clásicos. Los artistas de los espectáculos que hice solo o con Héctor, eran los verdaderos protagonistas de su propia historia. Y la calidad de los espectáculos era la que se le da a una ópera; pero con nada, realmente con nada.
–¿Cuando dice “nada” a qué se refiere?
–A mostrar lo más simple, aquello que no es aparatoso sino que se dirige directamente a la emoción.
–Volviendo a la época cercana al estreno, ¿cómo logró reunir el dinero para montar Tango Argentino?
–Estaba desesperado. El compromiso con el Festival de Otoño, si lo rompía, implicaba pagar una multa muy alta. Volví a Buenos Aires y hablé con mucha gente. Un funcionario llegó a decirme que no tenían un peso para dar, pero aunque lo hubiera no sería para este espectáculo. Mi madre me dio todo lo que había cobrado del seguro de vida de mi padre y así pude hacer el vestuario, comprar los zapatos, las pelucas, confeccionar el telón. Recibí una pequeña suma de la Embajada argentina en París y, después de unos trámites complicados aquí, nos dieron un avión de LADE.
–¿Un avión de mercaderías?
–Sí. Nos acomodaron unos asientos y llegamos a París sin haber dormido: fue una fiesta continua. La gente del Festival nos llevó a recorrer París. Para muchos era su primer viaje.
–¿Tenían previsiones para el estreno en el Châtelet?
–Se habían vendido 250 entradas. Un desastre. Estábamos en el escenario para el primer ensayo cuando Michel Guy me propuso hacer ese día una primera presentación para la crítica. “Imposible” –le contesto–. “Estamos por empezar un ensayo, sin vestuario ni luces”. Guy descorre un poco el telón y me muestra la sala colmada de periodistas y fotógrafos. Resolvimos todo rápidamente: maquillaron a cantante y actriz Jovita Luna, se preparó la orquesta y los bailarines se vistieron para hacer la escena final. Desde la cabina de luces íbamos dando órdenes frenéticas a los técnicos. No podíamos perder un instante; fue algo salvaje.
–Decía que entre los cantantes eligió a Jovita Luna para esa presentación imprevista.
–Yo sabía que Jovita era el colmo de la expresión, la interioridad y el dominio escénico. Hubo aplausos estruendosos y cuando aparecieron los bailarines, una apoteosis. Esa noche no dormí y a la madrugada salí a comprar los diarios: notas enormes en Le Monde, en Libération, en Le Matin. Durante la mañana se agotaron las entradas para el estreno y para todas las funciones que siguieron. Se veía a gente en medio de la nieve con cartelitos “queremos entradas; pagamos cualquier precio”. La misma noche del estreno nos llegaron contratos para hacer un mes de funciones en París en 1984 y para una gira por Francia e Italia; una invitación de la Bienal de Venecia y una propuesta de Nueva York. En una sola noche se produjo lo que había llevado diez años en madurar.
–¿Cómo surgió su colaboración con Orezzolli?
–Necesitaba a alguien que se ocupara en Buenos Aires de un espectáculo mío. Cuando volví, me emocioné con lo que Héctor había hecho y le propuse que fuera mi asistente en Europa. Éramos muy diferentes y también muy afines. Luego vi que podía ser mucho más que un asistente. Incorporaba lo que yo proponía de una manera muy natural y era muy inteligente y muy formado.
–¿De qué manera fue armando el elenco?
–La primera persona con la que hablé fue Juan Carlos Copes, en 1974. Más tarde con Astor Piazzolla; yo había trabajado mucho con él, pero Astor quería que se hiciera todo rápidamente y eso era imposible. Se lo propuse también a Tita Merello y me dijo que no; tenía esas reacciones un poco bruscas y después lo lamentó. Luego nos hicimos grandes amigos.
–¿Y el resto del elenco?
–Nunca llamé a una audición. Todo lo que hice fue por admiración hacia los artistas con los que trabajé. En el caso de Tango Argentino, eran emisarios de una cultura, de una forma de ser auténticamente porteña.
Segovia y Orezzolli acuñaron el término reo-chic para describir al elenco de bailarines: un origen popular y una gran clase como artistas. Todos provenían de la pista de baile de la milonga pero todos tenían algún tipo de experiencia escénica. “Tango Argentino –recuerda Segovia– dio lugar a cosas inconcebibles. Imagínese: Peter Stein –director de teatro alemán y un gran intelectual–comiendo en un café en Venecia junto con Virulazo y Elvira. Stein hablaba sobre el rol de la pareja humana… y ¡Virulazo! ¡Había que ver los cabarés de mala muerte en los que había bailado con Elvira! Pero su arte era el mismo”.
Vale la pena contar una anécdota de Virulazo –que con su baile había provocado la admiración de Martha Graham y de Mijail Barishnikov–: se hace un asado en Los Ángeles para agasajar al elenco de Tango Argentino y hay una buena cantidad de invitados famosos. Una rubia un poco imperativa le pide a Virulazo que la invite a bailar un tango. Concluye la pieza, se separan. Le pregunta Virulazo al actor Anthony Quinn: “Y esta petisa, ¿quién es?”. Era Madonna.
La lista de espectadores célebres que vieron Tango Argentino es apabullante; no basta con mencionar a Frank Sinatra, Andy Warhol, Martha Graham, Kirk Douglas, Lady D, Margot Fonteyn, Mijail Barishnikov, Rudolf Nureyev, Elton John, Pina Bausch, Barbra Streissand, Dustin Hoffman, Paloma Picasso; no basta porque quedan demasiados otros nombres notables afuera.
Y lo cierto es que todo tipo de público salía de los teatros bailando o tratando de bailar tango. En Nueva York las mujeres iban al teatro con vestidos negros y bijouterie. Los hombres, engominados.
Los elogios de la crítica internacional podrían dar forma a un libro. Aquí citamos apenas dos de los más connotados críticos internacionales de danza: “No lloren más por la Argentina, simplemente corran, corran al City Center donde únicamente por esta semana podrán regodear sus ojos, sus corazones y sus mentes con Tango Argentino (…), uno de los más vivificantes y elegantes espectáculos de música y danza que Nueva York –o cualquier otro lugar– hayan visto. En cuanto a mí, salí del teatro con el ardiente deseo de ir a Buenos Aires y aprender a bailar tango. No necesariamente en ese orden”. Firma Clive Barnes para el New York Post.
“Segovia y Orezzolli (…) quizás sean únicos en su género: toman la esencia de la vitalidad de una forma artística aun cuando la tradición que la sostiene agoniza”. Por Arlene Croce para The New Yorker.
“A lo largo de mi vida –dice hoy Segovia– viajé mucho, me mudé de casas, ciudades y países. Pero siempre volví aquí, y el amor tan profundo que siento por Buenos Aires fructificó en Tango Argentino. ¿Sabe?, me gusta citar esta frase de Macedonio Fernández: ‘Lo único que no tuvimos que consultar con Europa es el tango’”.
BÁSICO
Claudio Segovia
Buenos Aires, 1933. Director.
Director, escenógrafo, figurinista, productor. Estudió en las Escuelas de Artes Visuales Manuel Belgrano, en la Prilidiano Pueyrredón y la Ernesto de la Cárcova. Trabajó como escenógrafo y figurinista en teatro, ópera, ballet y music hall en la Argentina, Brasil, Francia, España, EE.UU., Inglaterra y Japón, entre otros. Es el creador del espectáculo Tango Argentino junto a Héctor Orezzoli, que alcanzó fama mundial durante dos décadas y provocó el renacimiento del tango como género y danza global. En una línea de trabajo similar, sobre ritmos musicales y bailes insertos profundamente en la cultura popular, Segovia y Orezzolli crearon Black and Blue, por el que obtuvieron un Premio Tony, Flamenco Puro y Noche Tropical. Segovia también creó y dirigió Brasil Brasileiro y Maipo siempre Maipo.
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